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María Ángeles Herrero Fraile

Agotadas todas las vanguardias y caducados hasta los objetos que sostienen las obras de arte, se impone (o no queda más remedio que) volver sobre el clásico concepto de belleza, el legítimo objetivo de la representación y la no menos legítima voluntad de expresión. Es muy probable que el arte no haya dejado jamás de ser eso. Pero la expresión de las íntimas emociones y la búsqueda de la belleza, que para Stendhal era la promesa de la felicidad, se vuelven universales y compartidas cuando son filtradas por la técnica y el aprendizaje constante. Es así como la efusión sentimental se vuelve realidad autónoma, símbolo visible y experiencia democrática.


Entre la larga lista de creadores excepcionales que deslumbran, dejándonos perplejos, y que alumbran, mostrándonos caminos por los que transitar como espectadores sin necesidad de asideros teóricos, Van Gogh, Marc Chagall y Frida Kahlo encarnan como pocos esta infrecuente mezcla de cualidades para alcanzar, además, las más altas cotas de popularidad.


Van Gogh, cuya pintura es un constante autorretrato, pinte trigales con cuervos o habitaciones frugales, sorprende no solo por los fogosos colores de sus cuadros, también por el contraste entre su estilo alucinatorio de pintar y la lucidez de sus cartas a Theo. La correspondencia con su hermano es el tratado de pintura contemporáneo más honesto y escrupuloso que pueda leer un lector corriente (y uno iniciado) y asomarse a sus páginas supone invalidar el gastado mito del artista demente.


Marc Chagall fue reconocido por Picasso, que no reconocía nada a nadie, como el gran maestro del color, exceptuando a Matisse, al que Picasso veneraba a regañadientes. Fue un surrealista no sermoneador cuyas ensoñaciones representan melancólicas fábulas ruso-judías y no la ilustración crispada de los dogmáticos manifiestos de Breton. Fue un narrador como Brueghel en un siglo (murió en 1985) en el que la pintura había renunciado a contarnos nada y un pintor tradicional sin tradición y sin escuela. Sus amantes en vuelo, sus vacas y burros de tierno rostro humano y sus violinistas sobre el tejado parecieron anacrónicos. Ahora son símbolos.


Frida Kahlo es el dolor transfigurado. Calificada rápidamente como surrealista, el cliché se antoja acertado pues no hay nada más surrealista que el tormento físico. Frida Kahlo puede ser a Diego Rivera lo que Camille Claudel fue a Rodin, aunque quizá interese más verla como la puerta de entrada a los universos menos populares de Remedios Varo y Leonora Carrington, que atesora méritos artísticos y peripecias vitales tan legendarias, o más, que las de Frida.


Los tres son maestros de energía y figuras tutelares que María Ángeles Herrero invoca como ejemplos de una vida arrebatada ahormada por el arte.

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